lunes, 10 de noviembre de 2008

Capítulo V, Final

Veneno; eso corría por mis venas, veneno. Unas ganas de matar, que mi sistema nervioso no conocía, rompieron la tranquilidad en la que me había dejado Paulita. ¡Mi mujer me engañaba, y lo hacía con el investigador al cual yo había acudido para descubrirla! La situación no podía ser peor, pero decidí que no iba a parar hasta descubrirla infraganti.


Pasaron algunos días hasta la siguiente salida de Laura, pero la noche llegó. Un sábado en el que dijo: “Gon, hoy ceno con las chicas. ¿Por qué no llamás a los chicos para que vengan a ver el partido?”, me ofreció. Esa noche jugaba Argentina contra Brasil, un amistoso que no tenía mucha importancia, pero no dejaba de ser un clásico. Sin embargo, no estaba en mis planes quedarme en casa, pensando como, el Sherlok Holmes de cuarta ese, se fornicaba a mi mujer.


Le dije a Laura que no se preocupara, que yo arreglaría mi noche más tarde y vería si llamaba a mis amigos o preferiría la soledad de la escritura.
Mientras tanto, mi cabeza pensaba cómo iba a hacer para seguirla.


Ella se fue a bañar. Se cambió, se perfumó y se maquilló para “ir a cenar”. Yo miraba una película francesa mediocre que estaban dando en el cable.


Se hicieron las 20 y el taxista que la llevaría al encuentro tocó el portero eléctrico.


- Mi amor, me voy. – me dijo.
- Bueno, esperá que bajo con vos.- contesté con suma tranquilidad.
- ¿A dónde vas?- preguntó curiosa.
- Al videoclub, voy a alquilar algo por las dudas. En el cable no hay nada.-repliqué.
- Ah bueno, dale.


Bajamos en el ascensor sin omitir palabra. Estaba divina, como hace mucho tiempo no la veía. Yo había salido del departamento con las llaves, plata en el bolsillo y el celular; de entre casa, pero sin que ella se diera cuenta, como para no volver.


Miré el número del móvil de la empresa que la esperaba, nos saludamos, se subió al auto y se fue. Apenas la vi doblar en la esquina, paré un taxi que pasaba por la puerta y le dije que doblara en la esquina y siguiera a su colega que iba por allá adelante.


Casi los perdemos dos veces, pero el hombre que me llevaba era un gran conductor, que, además, palpitaba mi urgencia. En varias ocasiones le expliqué que era muy importante que no los perdamos.
De todos modos, el viaje, desde casa hasta el destino de Laura, no fue muy largo. Con media cuadra de distancia, la vi entrar a una casa. Era en Villa Urquiza, en una zona tranquila, de casas grandes y ostentosas.


Una vez que entró, pagué mi viaje, me bajé del taxi y empecé a hacer mi propia investigación del terreno; la calle, la casa, las ventanas.


La casa tenía tres pisos. En la planta baja había una ventana por la cual se podía ver la cocina, otra ventanita que parecía ser la de algún baño y por último, un ventanal por donde no pude divisar nada hacia el interior, por la oscuridad que predominaba en el piso más bajo de la propiedad.


Parecía imposible entrar. Nada se me ocurría, o ninguna idea me parecía viable para conseguir traspasar la puerta que me separaba, literalmente, de la infidelidad de la cual yo era víctima.


Me quedé parado a un costado de la puerta de la casa. Decepcionado, ofuscado y sin saber qué hacer, decidí ir hacia la vereda de enfrente a tratar de pensar un poco y esperar que Satán me diera un consejo útil.


Pasaron 10 minutos, hasta que una sorpresa más apareció ante mis ojos. Un taxi paró en la puerta de la casa y la puerta trasera izquierda se abrió. Yo, al otro lado del asfalto, no lograba divisar bien el rostro del pasajero, hasta que ella bajó, el taxi se fue y la pude ver. Era Paulita, la camarera.


Me desesperé, no pude contenerme. Apenas se fue el taxi que la había llevado, me paré de un salto, crucé la calle corriendo y cuando llegué a su vereda me detuve de golpe. “¿Paula?”, le dije en voz baja, reprimiendo todas mis emociones. “¿Qué haces acá?”, continué.


-¿Gonzalo? – preguntó aún más sorprendida que yo. – Vengo a una reunión en lo de un amigo… pero… ¿qué haces vos acá?- siguió, con un tono casi increpador.


-Me invitó una amiga.- fue lo que más rápido se me ocurrió para zafar de esa situación y, quizás, para entrar a la casa.


-¡Ah mirá vos! Yo pensé que el grupo ya estaba cerrado, pero siendo vos… bienvenido.-contestó.


Antes de tocar el timbre, me besó y me volvió a agradecer por la noche que habíamos pasado juntos en mi departamento. Yo, mientras tanto, intentaba pensar con qué me iba a encontrar del otro lado de la puerta. Por un momento, pensé que capaz era un grupo de autoayuda, aunque luego (todos estos pensamientos volaban sobre los segundos en mi cabeza) me di cuenta de lo despampanante que estaba mi mujer y de lo hermosa que estaba Paulita, por lo que descarté esa hipótesis.


La puerta se abrió.


FIN

martes, 21 de octubre de 2008

Milagro en el sommier - Capítulo IV, anteúltimo

El pobre tipo estaba desesperado. En mi extensa carrera atendí muchos casos como el suyo, pero su desconcierto era tal que me dio lástima; una sensación que mi frío corazón pocas veces había sentido.



Mientras esperaba que me mandase la foto de la mujer y otros datos por mail, me serví un escosés y me armé uno, para relajarme antes de pensar el caso. El día de la escapada de su mujer estaba a pocas horas y yo debía idear bien los pasos a seguir para que ella no se sintiese acechada en ningún momento.

Me senté en mi sillón de cuero marrón que ocupa un buen espacio de mi living, puse un poco de jazz y empecé a pensar.





Media hora después, me levanté con algunas conclusiones zumbándome el cerebro y me dirigí a la laptop para chequear el correo electrónico. Gonzalo ya había enviado lo que yo esperaba.



Abrí el mail y lo primero que vi fue la foto de Laurita. ¡No podía ser cierto lo que mis ojos, a través de mis lentes de contacto, estaban viendo! Era una de las chicas que conocí el martes en la reunión a la que me invitaron.

Miré una y otra vez la fotografía intentando que la hermosa figura que aparecía en el monitor cambiara, pero no; era ella, ese espectáculo de mujer que tanto me había gustado cuando la conocí, apenas dos días atrás.



Una vez que le mandé las cosas por mail al investigador, la cuenta regresiva comenzó. Estaba tranquilo, pero a su vez ansioso. Caminaba de acá para allá por todo el departamento de a ratos y, en otros momentos, decidía relajarme y mantenerme a la espera de novedades, que sabía, iban a llegar al otro día, o el viernes.



Me pegué una ducha para terminar de relajarme; cuando salí del baño, Laura ya estaba en casa.



- ¡Hola amor! – dijo, entre el abrazo y el beso que me dio.

- Hola Lau. ¿Cómo te fue?- respondí con tranquilidad.

- Bien. Con mucho trabajo y preparando las cosas para cubrir a Pili por unos días – argumentó.

- ¿Qué le pasó a la mamá? ¿No puede esperar al fin de semana para irse? – indagué.

- No. Se enfermó y tiene que ir lo antes posible. Ya es una mujer grande y está sola. Vos sabés como es Pili con la madre además- continuó explicando.

- Si, es verdad. Bueno, esperemos que no sea nada- le dije simulando pena.

- Si, ojalá. Gon, me voy a bañar que no puedo más.

- Dale, yo mientras preparo algo para comer.

- Buenísimo, gracias.



Se bañó, comimos y, sin sexo, nos fuimos a dormir temprano.



Extrañamente conseguí dormirme rápido. Un sueño extraño me golpeó las puertas del descanso. No recuerdo bien, pero no fue una pesadilla esta vez; gente, humo, calor. No mucho más que eso mi cerebro pudo retener.



Dormí como hace años no conseguía. Me levanté a las 10 y encontré sobre la mesa ratona del living una nota que decía: “Acordate que vuelvo tarde. No te quise levantar porque parecías cansado. Después hablamos, te amo”.



Amar es otra cosa.



A la tarde de ese jueves expectante, volví a la playita a tomar un café. Otra vez Paulita.



Esta vez fue distinto. Estaba más linda que nunca, o yo estaba más vulnerable. Charlamos un rato y no se cómo, llegamos a arreglar para vernos esa misma noche, ya que Laura no estaba, en mi casa a las 20.



Terminé de tomar el café y sentía una sed saciada, la sed de venganza. Volví en la bicicleta a casa, seguí con la escritura de mi novela durante un rato, escuché música, me bañé y hablé con mi mujer por teléfono.



Volvió a recordarme que volvería muy tarde esa noche, me preguntó cómo estaba y sin mucho más que hablar, terminamos la conversación.



Si me estaba engañando, no sería la única que tuviese una buena noche aquel jueves.



A la hora pactada llegó Paulita. Con el perfume que llevaba puesto, me llenó el ascensor, el pasillo y el departamento, de un aroma femenino que me puso las hormonas de punta.



-Hola Gonza- dijo sonriente.

-Hola Pau, ¡qué linda estás!- contesté- Vení, pasá- le dije, mientras pensamientos bastante acosadores pasaban por mi cabeza.



Entró. Charlamos un rato, me contó de su vida, yo le conté de la mía, de la situación por la que estaba pasando y bastó con que dijera: “Qué boluda, no sabe lo que hace tu mujer”, para que yo dejara las copas de vino de lado y le comiera la boca de un beso que me devolvió aún con más fiereza.



Las ropas de ambos no tardaron en desaparecer. ¡Qué cuerpo que tiene esta mina, por dios! Me calentó tanto que casi lo digo en voz alta. Nos apareamos durante un par de horas, hasta que, el recibir un mensaje de texto, me hizo recordar que se empezaba a hacer tarde.



Nos bañamos juntos, le pedí disculpas por tener que despedirla, pero entendió que mi mujer podría llegar en cualquier momento. Una vez que se fue, abrí bien las ventanas para ventilar la lujuria y su perfume que habían quedado en la atmósfera y ordené el desastre que habíamos hecho.

Cuando terminé de dejar la casa en condiciones, agarré el teléfono para ver quién me había mandado el mensaje. Seguro que era Laura.



“Gonzalo, disculpáme pero no voy a poder tomar tu caso. Tuve un problema personal y me voy a tomar algunas semanas de descanso. Espero que puedas entender. Saludos, T.”



Caí desplomado en el sillón cuando vi el remitente, del cual yo había agendado su número luego de que le dijera “infierno” a mi mujer. Cuando me llamó para hablar acerca del caso, lo había hecho desde un número de línea.


La ira volvió a mí.

lunes, 13 de octubre de 2008

Milagro en el sommier - Capítulo III

Mantener la cordura me fue bastante difícil. Saber que una mujer le oculta algo a su pareja no debe ser fácil para ningún hombre y menos cuando hay pruebas que avalan las sospechas.


Me levanté esa mañana con el objetivo de mantener la calma para poder idear de qué manera debería proceder si quería descubrir lo que mi mujer estaba haciendo los martes por la noche.


Agarré la bicicleta y me fui hasta la playita de Vicente López. Vivíamos en Nuñez así que quedaba cerca, y el andar en bici e ir hasta ahí a pensar me relajaría un poco. Cuando llegué a uno de los bares que suelo frecuentar cuando necesito despejarme, me atendió Paulita, una de las camareras que siempre está con la sonrisa dibujada.


- ¡Gonzalo, volviste! Hace mucho que no venías por acá.

- Sí Pau, estuve ocupado y hoy necesitaba despejarme. ¿Cómo estás vos?

- Bien, un poco cansada de este laburo, pero bien. ¿Vos? ¿Qué tal tu mujer?


Ay Paulita, Paulita, siempre tan oportuna con sus preguntas…

Insinuante esta chica. Su metro setenta, sus ojos verdes y sus pelos negros deslumbraban a toda la clientela del lugar. Pero yo nunca me interesé demasiado; primero porque amo a mi mujer y segundo porque le llevo casi 15 años a la bella camarera. Pero se ve que mi habitual desinterés en su físico y la falta de piropos chatos, a los que tan acostumbrada estaba, le despertaron un desafío para conmigo.


Luego de su pregunta, miré el piso y antes de contestarle siguió:


-Uy, ¡perdón! ¿Pasó algo? Si preferís no hablar está todo bien.


Entre el “todo” y el “bien” se tomó el tiempo para apoyar su mano derecha en mi hombro izquierdo. Yo estaba sentado en una mesa afuera del local aprovechando el sol que calentaba la mañana.


- No, todo bien. Ahora prefiero no hablar de mi mujer- le contesté con un tono amable para que no se sienta despreciada.

- ¿Ristretto? – conocía mis hábitos.

- Dale, gracias.


Por primera vez en mi vida sentí que no me molestaría encerrarme en el baño con la joven, bella y provocadora camarera, arrancarle la ropa y tener sexo desenfrenado toda la mañana. Una lujuria furiosa me invadió las venas, que contenían ira y sed de venganza.


Me tomé el café, le pagué a Paulita y me levanté para irme. Antes de que llegará a decirle “chau” me dijo: “Tomá, acá tenés mi teléfono, cualquier cosa llamáme, ¿si?”.

Me dio un papelito con el celular, le agradecí, nos dimos un beso en la mejilla, casi en la unión con los labios y me fui.


Así como me lo dio, lo guardé en mi bolsillo. Agarré la bicicleta y me fui a algún lugar más solitario de la costa, para poder sentarme tranquilo a pensar. La camarera, sus tetas y sus dos hermanas, me habían distraído.


Me tiré en el pasto a mirar el cielo. El día estaba espectacular, ni una nube. Cerré los ojos y empecé a ordenar las ideas en mi cabeza.


Lo que despertó mis sospechas fueron las llegadas tarde de los martes. A eso se le sumó un llamado, al que mi mujer respondió con un tono poco habitual en ella. Después, el speech de la cena con las amigas y el mensaje de texto de T. Todo esto, descontando que la vez que fue con el compañero de trabajo hasta Av. De Mayo y se despidió, no se volvió a juntar a los cinco minutos, porque cuando yo los vi saludarse me fui a mi casa.


Me di cuenta de que, para averiguar adónde se dirigía los martes tenía dos opciones: volver a seguirla pero esta vez no irme antes de tiempo, o, contratar a alguien para que haga ese trabajo y así no correr riesgos de que me vea.


Opté por la segunda opción, no quería fallar.

Con un seudo- plan ya ideado, pedaleé de regreso a casa. No se por qué, pero estaba más tranquilo, descansado, como si el haber encontrado de qué manera proceder me hubiese sacado un peso de encima.



Vacié mis bolsillos antes de sacarme la ropa para darme una ducha. Una de las pocas cosas que llevaba encima era el papelito con el teléfono de la camarera, lo guardé en la billetera y me fui a bañar.


Una vez duchado, decidí prepararme algo de comer; algo liviano, una ensalada. Para cuando terminé con el almuerzo ya eran las 2 de la tarde. El tiempo hasta que Laura volviera de su trabajo me sobraba. Busqué en la guía telefónica teléfonos de detectives/investigadores y no encontré nada. Me sentía un boludo protagonizando una película ochentona de Hollywood; bastante humillante fue ese momento.

Sin éxito con el papel, me volqué a Internet.


Recorrí varias páginas de chantas que ofrecían sus servicios. Los links más comunes eran: infidelidades, estafas, demandas, y otros rubros que no vale la pena mencionar. Más de una hora pasé viendo la enorme cantidad de oferentes que había en la web, hasta que di con uno que me pareció el más serio.


Tenía el teléfono en el sitio. Tomé el inalámbrico y marqué su número. “Por favor, deje su nombre y número de teléfono y yo me comunicaré con usted”, ese era el mensaje del contestador que me atendió cuando llamé a este hombre, cuya identidad no estaba revelada en su página de Internet.


Dejé los datos que el investigador solicitaba y corté. Apenas dejé el teléfono en la base donde carga su batería, sonó.


Atendí.


-¡Hola amor!- nada de investigador, era la perra.

- Hola Lau, ¿cómo estás?- pregunté ocultando la falsedad con la que mis palabras salían de mi boca.

- Bien, escuchame, te hablo rápido porque tengo que salir. Mañana me vuelvo a juntar con las chicas, porque Pilar se va por un tiempo y la vamos a despedir – ya me olía todo mal.

- ¿En serio? Mirá vos, y ¿a dónde se va? ¿Qué va a hacer con la hija? – indagué “sorprendido”.

- Se la lleva con ella; se va a Sán Nicolás a ver a la mamá nos días, pero nos tiene que explicar unas cosas de la oficina que deja pendientes.

- ¿Y no les puede explicar en el horario laboral? – ahí me salió el posesivo de adentro y la ira volvió por un momento, pero nunca le levanté el tono para que no sospechara nada.

- No gordo, no tenemos tiempo, perdonáme. Hoy podemos salir si querés- me ofreció como para consolarme.

- No Lau gracias, pero tengo mucho que escribir, sino no voy a terminar jamás la novela. Todo bien- le respondí.

- Bueno, te veo a las 7 cuando vuelvo a casa- me dijo. Ella llegaba a esa hora todos los días, salvo las excepciones que ustedes ya conocen.

-Ok, te espero. Besos.

-Beso, chau.


No hubo ni “te amos” ni “te quieros” esta vez.


Al investigador le había dejado en el contestador automático el número de mi celular, por supuesto. Un rato antes de que llegue Laura a casa, mi teléfono sonó.


-Hola Gonzalo- una voz ronca bien masculina me saludó.

-Si- solo eso me limité a contestar.

-Buenas tardes, mi nombre es Mike y recibí su mensaje. Lo escucho.- sin vueltas el tipo, eso me gustó.


Le comenté de qué se trataba el asunto y de las sospechas que yo tenía y me dijo que era un caso habitual para él y que no tendría ningún problema en tomarlo.

Le expliqué que mi mujer tenía planeada otra reunión para mañana y aceptó empezar a seguirla ese mismo día. Me pidió la dirección de su trabajo y una foto para reconocerla.

Le mandé un correo electrónico con todos esos datos y quedó en que me llamaba el viernes con novedades. El día de la “reunión” por la ida de Pilar era el jueves.

domingo, 5 de octubre de 2008

Milagro en el sommier - Capítulo II


La mesa sin ella se sentía incompleta. Bajo la luz amarilla del comedor solo estábamos el plato con la milanesa semi fría, la copa que alojaba un vino medio pelo y yo, intentando olvidarme de todas esas estupideces y tratando de recuperar la confianza en mi esposa, que, hasta donde yo sabía, nunca me había engañado.


Eran ya las 23 de ese mismo martes cuando apagué el velador, dejé sobre la mesita de luz el libro de Saramago que estaba leyendo y decidí intentar dormir. Me costó, pero me encontré con el descanso luego de un rato.


Dormía tan profundo que ni la sentí cuando llegó y se acostó a mi lado. Tal fue la conciliación con la almohada, que tuve un sueño. Mejor dicho, recuerdo la pesadilla de aquella noche.


Había tres hombres y dos mujeres. Los cinco me señalaban y se reían. Yo estaba agachado, encogido contra un rincón de una habitación oscura, fría; desnudo, llorando y con miedo a que sus diabólicas miradas me hicieran daño. Sus risas eran más bien carcajadas como la de los payasos malditos de las películas de terror de la década del 80, que hoy no le causan miedo a nadie.
El calvario terminó cuando una de las mujeres intentó agarrarme un brazo, el cual yo tenía sujetado al otro, sobre mis rodillas.


Transpirado y con el ritmo cardíaco acelerado, me desperté. Las agujas mostraban las 4 de la mañana y Laura ya estaba dormida.


Me levanté de la cama sin hacer ruido y fui al baño a mojarme el rostro e intentar tranquilizarme un poco. Las risas satánicas del sueño todavía me perturbaban, aunque no conocía a las personas que las emitían.


Fui hacia el comedor. Cuando estaba por salir al balcón a tomar un poco de aire, el celular de ella, que estaba sobre la mesa ratona, empezó a vibrar. Estaba silenciado.


Sin pensarlo, con un impulso que no pude controlar, tomé el aparato para que no haga ruido sobre la madera de la mesa. Lo abrí y vi que en la pantalla decía: “2 mensajes nuevos”.


En un segundo, supuse que no debería haber regresado hace mucho, porque sino, no le estarían mandando mensajes a esas horas de la madrugada.
Como segundo acto reflejo, oprimí la tecla leer. El mensaje que había sido recibido primero era de Pilar, una amiga de Lau, a quien yo conozco.


Pilar es madre soltera. Tuvo un hijo a los 22 años y su pareja de ese entonces y padre de la criatura, se borró. Una luchadora que siempre se destacó en su trabajo y a quien mi mujer admira mucho. Además, es una buena mina. Las veces que vino a casa a cenar o a tomar el té, demostró ser una gran compañera de mi mujer, a la que siempre tiene en cuenta para todo.


“Lau, tenemos que repetir lo de hoy el martes que viene, fue espectacular. Te mando un beso, nos vemos mañana en la oficina”, divisé en la pantalla.


La tranquilidad visitó mi cuerpo. En ese momento tuve ganas de abrazar a mi mujer; de ir a la cama y hacerle el amor; de pedirle perdón, aunque ella no supiera de mis sospechas, por haber desconfiado de ella.
Hasta que vi el segundo mensaje.


Tenía como remitente un número que Laura no tenía entre sus contactos.
“Nena, sos un infierno, espero volver a encontrarte en la próxima reunión. Besos, T”.


Quedé boquiabierto, sin saber cómo reaccionar. Eso ya no era de una mujer, supuse; y en una cena con amigas, a menos de que haya comido como un chancho, no habría motivos para que le digan “Nena, sos un infierno”. La ira me invadió, pero supe que debía controlarme.


Para que no se diese cuenta de que yo los había leído, los borré; así, ella diría que no los había recibido. De lo contrario, tendría que encararme, cosa que no creí que haría.


Antes de borrarlos, agendé en mi teléfono el número de T.


Volví a la cama con la misma cautela con la que hice todos los movimientos anteriores para no despertarla. Después de lo que había pasado no pude volver a dormirme en toda la noche. En ese momento ya no quería hacerle el amor; la quería violar, pegarle y quién sabe sino matarla.


Cuando se levantó para empezar su día e irse a trabajar, me hice el dormido. No quería saber nada hasta que se fuera y yo pudiese empezar a pensar en lo que había ocurrido hace algunas horas. El beso que me dio en la mejilla al irse, mientras yo dormía, me generó una repulsión que no conocía. Algo que nunca pensé que iba a sentir al recibir una demostración de afecto de ella.


La desconfianza ya era real y yo estaba dispuesto a llegar hasta el fondo de todo el asunto.

viernes, 26 de septiembre de 2008

Milagro en el sommier - Capítulo I

Siempre sospechaba de su relación con un compañero de trabajo, pero nunca pensé que mis sospechas fuesen acertadas en su totalidad.



Caminé durante toda la tarde hundido en las calles del centro. La genteflotaba a mi alrededor, el humo de los colectivos me era indistinto y las bocinas que podrían haber sido la sinfónica de Londres y yo no me hubiese dado cuenta. Estaba completamente concentrado en la situación; en cómo haría para sacarme las dudas, para descubrirla, si era que había algo para descubrir.


Fui por Reconquista, desde Avenida de Mayo hasta Sarmiento. Las mareas humanas acechaban mi tranquilidad, pero mi ser era inerte a cualquier perturbación, solo pensaba en el plan que tendría que ejecutar.


Entré en un cafetín. Mesa para dos, aunque una silla quedó vacía, lejos de la ventana. Pedí un cortado, que vino con una masita que parecía de limón y un vasito de agua. En la mesa de al lado tenía un veterano con un ristretto y sus parisienne; contra la ventana, una cincuentona maquillada como puta de los 70´ esperando a su príncipe azul; en la barra, un cadete que seguía despertándose mientras leía el deportivo y tomaba un submarino con medialunas y, algún oficinista que entraba la baño a empolvarse la nariz o vaya uno a saber qué.


Un tiempo atrás, una conversación que Laura había tenido cuando hubo vuelto del trabajo me llamó la atención. Su voz – la cual escuché desde la cocina, mientras ella hablaba por el aparato del comedor- no denotaba la sequedad habitual de sus telefoneadas con terceros.

Había sido suave, dulce e insinuante.



Las vueltas de trabajo más tarde de lo habitual, que se permitió algunos martes, potenciaron mi desconfianza. Pero la gota que rebalsó el farol fue una llamada a su celular el último lunes, tarde a la noche, a la que ella simplemente contestó: “Mañana ahí”.


Nuestra relación siempre fue excelente. Estamos juntos hace 15 años y compartimos la mayoría de nuestros momentos. Somos compañeros, amantes, amigos, pocas discusiones entre ambos; la armonía y el bienestar supieron ser testigos de nuestra unión y convivencia. Aunque, en los últimos meses la noté distinta.


Cuando ella tuvo la breve comunicación por celular el último lunes- pensando que yo dormía- decidí que iba a esperar hasta la semana próxima.


Claro había quedado que los martes eran SU día de encuentro con la persona que comprendía el triángulo. Ahora yo debía idear cómo iba a hacer para averiguar de qué se trataba la cuestión y cómo haría para que ella no se de cuenta.


Tomé el cortado y esperé que sea su hora de salida del banco en el cual trabaja. Cuando las agujas se posaron en las 17 dejé los cinco pesos en la mesa y me fui. Estaba en Reconquista y Sarmiento, ella en 25 de Mayo y Perón. Caminé hasta la esquina y me escondí para que no me viera cuando salía.

Mi celular sonó. “Amor, soy yo”, era ella.


Mi corazón dejó de latir por un instante. “¿Me habrá visto?”, pensé.

-Hola Lau – respondí casi tartamudo.

-¿Dónde estás? Cuánto ruido que hay.- indagó sorprendida de no oír la paz de nuestro hogar, en el cual yo trabajaba como escritor.

-Salí a caminar un rato… necesitaba despejarme un poco, no podía seguir escribiendo.- Era común que salga a caminar para relajar el cerebro.

-Ah bueno- dijo- hoy no me esperes a cenar, porque voy a volver tarde. Me junto con las chicas a cenar- me explicó.

-Perfecto gordi, pasála bien, no hay problema. –consentí-

-Gracias amor. Te mando un beso, te amo.-dijo

-Yo también, chau Lau.


“Me junto con las chicas a cenar”, cómo me quedó dando vueltas esa frase en la cabeza. A los cinco minutos de que cortamos el teléfono, la vi salir.

¿Sola? No, con un compañero. El de mis sospechas.


Dejé una cuadra de distancia y los seguí sin perderlos, en medio de toda la gente que salía de sus empleos. Al llegar a Avenida de Mayo, se detuvieron. Beso en la mejilla y adiós. Uno para un lado y otro para el otro.



La situación me desconcertó.

jueves, 14 de agosto de 2008

Todo mentira

Esta publicación es una especie de prólogo de algo que estaré escribiendo durante un tiempo. No por su extensión, sino por el contenido. Si bien todavía falta demasiado para tenerlo como a mi me gustaría, he aquí una breve introducción. Espero que lo disfruten a su manera, yo lo disfruto a la mía. En esta entrada, más que en cualquier otra, agradeceré todos los comentarios; de todos los tipos, opiniones y gustos. Hasta luego.


Hace poco me di cuenta de algo. Por supuesto que fue un descubrimiento personal, nada absoluto, pero para mí significó todo un hallazgo emocional.


Cada vez que miro a la gente en la calle, la veo correr atrás de algo. Ese algo, ese nada. Todos corren tras alguna cosa, nadie sabe tras que corre. El exceso de información, la guerra marketinera que invade visualmente el hábitat natural de los transeúntes, el caos de la ciudad, la ambición, el poder, el egoísmo. Todo se transforma en un reloj que pasa los segundos cada vez más rápido, las horas, los días, los meses, los años, la vida.


Desde hace miles de años que se busca el “sentido de la vida”. De dónde venimos, hacia adónde vamos, qué somos, qué hacemos. También muchos se ocuparon, lo siguen y seguirán haciendo, de “la vida después de la muerte”. Yo me pregunto: ¿Ya saben primero para qué vinieron a la vida, o de qué se trata todo esto?


Cuando me pongo a mirar las caras en la calle, las expresiones de la gente, mis sensaciones, las de mis pares, mis afectos, todo, se me ocurre pensar: ¿Qué es todo esto? ¿Es real? ¿Cómo funciona? Al fin y al cabo todo es un invento del hombre, ¿o no?


Hace poco me di cuenta de algo. Es todo mentira. Venimos a la vida a pasar el rato. Todo lo que hay en el mundo- exceptuando a la divina naturaleza, por supuesto – es un invento. Meros inventos de la comodidad, del deseo, de la globalización que tanto bien y tanto, pero tanto mal nos hace.


Ojalá la gente tuviese más tiempo para conocerse la una a la otra, para compartir, disfrutar, reír, llorar, sentir profundamente las verdaderas cosas de la vida, que ante tanto flujo de datos, información, mentiras e inventos, se pierde.


jueves, 7 de agosto de 2008

Esencia madre




El camino estaba teñido de un marrón agradable por las hojas que el otoño había dejado caer. El pasillo arbolado inspiraba mesura. Se podía sentir una presencia indescifrable tras las raíces que tenían cientos de años cada una. El viento rozaba su piel como una caricia. A su alrededor no se podía vislumbrar más que un paisaje verde, tranquilo; sin embargo, él no podía encontrar la plena calma, algo lo inquietaba.


Se dirigió a lo largo de toda la pasarela de hojas crujientes hasta llegar a un ombú que lo miraba de reojo. Al pasar por su lado, Filis pensó en decirle algo, intentar evacuar su duda. ¿Qué era aquello que le inquietaba el paso en medio de tanta paz? ¿Quién está aquí además de usted y yo, señor Ombú? No lo hizo, no quiso molestar y caminó unos pasos más. Hacia delante sólo se podía observar lo mismo que hacia atrás: verde, marrón, un cielo de ramas que oscurecían las nubes y el aroma de las flores que perfumaba la travesía.


Caminó dos metros, hasta que el silencio fue roto.


“Calma hijo, ten calma”, una voz grave pero dulce, paterna, fue la que soltó el mensaje de distensión. Filis giró sobre su eje, miró hacia atrás, dirigió su mirada al Ombú y replicó: “Siento que algo aquí no está bien”.


El gran sabio le explicó al joven que días atrás fuerzas sobrenaturales se habían presentado, pero que luego de batallar horas y horas, apareció la Madre, quien les impuso que retomaran el mismo camino que habían utilizado para llegar hasta ahí, para volver a sus tinieblas en lo alto de las montañas.


“Ella solo aparece en situaciones extremas”, explicó. Luego, prosiguió diciendo que los rastros y las huellas de las criaturas malignas quedarían allí por unos días, hasta que el aire vuelva a hacerse puro.

miércoles, 9 de julio de 2008

Que lástima



Hoy fui a comer a lo de un amigo, y en una de esas charlas que solemos tener en la mesa, una de las frases que soltó su viejo, un gran tipo, fue la ya conocida: "... a las palabras se las lleva el viento...".

Cuánta razón. Como diría otro tira frases: "No lo diga, escríbalo", verdad también.

Uno, cuando conoce a una persona de palabra, de esas que respetan lo que dicen, lo que prometen, caballeros, gente honrada que cumple con su palabra en el sentido más literal de la frase.

La gran paradoja que se presentó en mi cabeza fue la siguiente: una persona se alegra cuando conoce, o habla de, o tiene allegado, a un hombre/mujer de palabra.

Entonces, he aquí mi gran duda. ¿Debería ser así? Tan extraño, tan poco común encontrar gente de palabra, honrada. ¿Tanto deberíamos alegrarnos por eso? ¿Con tanta "admiración" o encanto tendríamos que referirnos a un ser de tales características?

No es rasgo de la contemporaneidad, aunque si es notorio, que día a día, la cuestión empeora. Pero desde hace siglos que es así. La gente de palabra es la menos. Y hay dos tipos de grupos admiradores. El sincero y el hipócrita.

El sincero es el par, el semejante, una persona que comparte esas características y se comporta y/o afronta la vida de manera honorable. Por otra parte, en una vereda completamente opuesta y aborrecible, los hipócritas.

Describamos a este grupo. Masa de personas prescindibles para la humanidad que lo único que desean es pisotear cabezas ajenas para así obtener beneficios únicamente propios y egoístas. O también podríamos decir: seres detestables que mienten, engañan y blasfeman.

El mundo sería mejor si hubiese más gente de palabra, de eso estoy seguro. Ojalá, algún día, a la palabras se las deje de llevar el viento.

Que lástima.



viernes, 4 de julio de 2008

La coctelera

La ciudad yace, exhausta, moribunda, inerte ante tanto sentimiento. Salgo a caminar, intentando encontrar esa paz que sé que nunca ronda por esas esquinas. La gente flota, levita, sostiene sus rostros para que no caigan al asfalto que tanto peso carga. Todo está tranquilo, nada fuera de lo común, eso es lo que me preocupa.


“La gente está muy normal”, reflexionó un día un gran sabio a quien mantendremos en anonimato. Me dijo eso y se fue. Huyó, escapó, se cansó quizás. ¿Quién sabe? Bien hecho amigo, lo felicito. Lo aplaudo. Nos encontraremos pronto.


En la esquina donde espero el colectivo aparece un doberman, o una doberman, no me fijé ni supe distinguir; no viene al caso. Al can lo sigue su dueño, un tipo grandote, campera de nylon inflada por los músculos que se ejercitan a diario en el gimnasio, según parece. El 36 tarda en llegar, pasan todos menos ese, el que yo necesito. Es como cuando uno maneja, elige un carril y cuando se corre a otro para avanzar más rápido, en el que estaba comienza la fluidez de los automóviles. Carajo.


Ahí viene. Un peso, gracias. Me siento. Todo esto transcurre de noche, apaguen el día.

Poca gente, poco tránsito. Eso me relaja, me sirve. Pienso, miro, veo lo mismo de siempre. Desesperación silenciosa, las mismas caras largas. El mismo asfalto, la misma mediocridad. Puta mediocridad, ciudad de mierda.


Todo se comunica y nadie dice nada. Todo se toca, todo se roza; todo vive y cada día muere más. Nada importa. Todo sale, todo entra. Uno nace y pide basta. Todo brilla y nada vale un mango.


La ciudad yace, exhausta, moribunda, mientras todo se agita a su alrededor. Una bomba de tiempo de sentimientos.