miércoles, 9 de julio de 2008

Que lástima



Hoy fui a comer a lo de un amigo, y en una de esas charlas que solemos tener en la mesa, una de las frases que soltó su viejo, un gran tipo, fue la ya conocida: "... a las palabras se las lleva el viento...".

Cuánta razón. Como diría otro tira frases: "No lo diga, escríbalo", verdad también.

Uno, cuando conoce a una persona de palabra, de esas que respetan lo que dicen, lo que prometen, caballeros, gente honrada que cumple con su palabra en el sentido más literal de la frase.

La gran paradoja que se presentó en mi cabeza fue la siguiente: una persona se alegra cuando conoce, o habla de, o tiene allegado, a un hombre/mujer de palabra.

Entonces, he aquí mi gran duda. ¿Debería ser así? Tan extraño, tan poco común encontrar gente de palabra, honrada. ¿Tanto deberíamos alegrarnos por eso? ¿Con tanta "admiración" o encanto tendríamos que referirnos a un ser de tales características?

No es rasgo de la contemporaneidad, aunque si es notorio, que día a día, la cuestión empeora. Pero desde hace siglos que es así. La gente de palabra es la menos. Y hay dos tipos de grupos admiradores. El sincero y el hipócrita.

El sincero es el par, el semejante, una persona que comparte esas características y se comporta y/o afronta la vida de manera honorable. Por otra parte, en una vereda completamente opuesta y aborrecible, los hipócritas.

Describamos a este grupo. Masa de personas prescindibles para la humanidad que lo único que desean es pisotear cabezas ajenas para así obtener beneficios únicamente propios y egoístas. O también podríamos decir: seres detestables que mienten, engañan y blasfeman.

El mundo sería mejor si hubiese más gente de palabra, de eso estoy seguro. Ojalá, algún día, a la palabras se las deje de llevar el viento.

Que lástima.



viernes, 4 de julio de 2008

La coctelera

La ciudad yace, exhausta, moribunda, inerte ante tanto sentimiento. Salgo a caminar, intentando encontrar esa paz que sé que nunca ronda por esas esquinas. La gente flota, levita, sostiene sus rostros para que no caigan al asfalto que tanto peso carga. Todo está tranquilo, nada fuera de lo común, eso es lo que me preocupa.


“La gente está muy normal”, reflexionó un día un gran sabio a quien mantendremos en anonimato. Me dijo eso y se fue. Huyó, escapó, se cansó quizás. ¿Quién sabe? Bien hecho amigo, lo felicito. Lo aplaudo. Nos encontraremos pronto.


En la esquina donde espero el colectivo aparece un doberman, o una doberman, no me fijé ni supe distinguir; no viene al caso. Al can lo sigue su dueño, un tipo grandote, campera de nylon inflada por los músculos que se ejercitan a diario en el gimnasio, según parece. El 36 tarda en llegar, pasan todos menos ese, el que yo necesito. Es como cuando uno maneja, elige un carril y cuando se corre a otro para avanzar más rápido, en el que estaba comienza la fluidez de los automóviles. Carajo.


Ahí viene. Un peso, gracias. Me siento. Todo esto transcurre de noche, apaguen el día.

Poca gente, poco tránsito. Eso me relaja, me sirve. Pienso, miro, veo lo mismo de siempre. Desesperación silenciosa, las mismas caras largas. El mismo asfalto, la misma mediocridad. Puta mediocridad, ciudad de mierda.


Todo se comunica y nadie dice nada. Todo se toca, todo se roza; todo vive y cada día muere más. Nada importa. Todo sale, todo entra. Uno nace y pide basta. Todo brilla y nada vale un mango.


La ciudad yace, exhausta, moribunda, mientras todo se agita a su alrededor. Una bomba de tiempo de sentimientos.