martes, 21 de octubre de 2008

Milagro en el sommier - Capítulo IV, anteúltimo

El pobre tipo estaba desesperado. En mi extensa carrera atendí muchos casos como el suyo, pero su desconcierto era tal que me dio lástima; una sensación que mi frío corazón pocas veces había sentido.



Mientras esperaba que me mandase la foto de la mujer y otros datos por mail, me serví un escosés y me armé uno, para relajarme antes de pensar el caso. El día de la escapada de su mujer estaba a pocas horas y yo debía idear bien los pasos a seguir para que ella no se sintiese acechada en ningún momento.

Me senté en mi sillón de cuero marrón que ocupa un buen espacio de mi living, puse un poco de jazz y empecé a pensar.





Media hora después, me levanté con algunas conclusiones zumbándome el cerebro y me dirigí a la laptop para chequear el correo electrónico. Gonzalo ya había enviado lo que yo esperaba.



Abrí el mail y lo primero que vi fue la foto de Laurita. ¡No podía ser cierto lo que mis ojos, a través de mis lentes de contacto, estaban viendo! Era una de las chicas que conocí el martes en la reunión a la que me invitaron.

Miré una y otra vez la fotografía intentando que la hermosa figura que aparecía en el monitor cambiara, pero no; era ella, ese espectáculo de mujer que tanto me había gustado cuando la conocí, apenas dos días atrás.



Una vez que le mandé las cosas por mail al investigador, la cuenta regresiva comenzó. Estaba tranquilo, pero a su vez ansioso. Caminaba de acá para allá por todo el departamento de a ratos y, en otros momentos, decidía relajarme y mantenerme a la espera de novedades, que sabía, iban a llegar al otro día, o el viernes.



Me pegué una ducha para terminar de relajarme; cuando salí del baño, Laura ya estaba en casa.



- ¡Hola amor! – dijo, entre el abrazo y el beso que me dio.

- Hola Lau. ¿Cómo te fue?- respondí con tranquilidad.

- Bien. Con mucho trabajo y preparando las cosas para cubrir a Pili por unos días – argumentó.

- ¿Qué le pasó a la mamá? ¿No puede esperar al fin de semana para irse? – indagué.

- No. Se enfermó y tiene que ir lo antes posible. Ya es una mujer grande y está sola. Vos sabés como es Pili con la madre además- continuó explicando.

- Si, es verdad. Bueno, esperemos que no sea nada- le dije simulando pena.

- Si, ojalá. Gon, me voy a bañar que no puedo más.

- Dale, yo mientras preparo algo para comer.

- Buenísimo, gracias.



Se bañó, comimos y, sin sexo, nos fuimos a dormir temprano.



Extrañamente conseguí dormirme rápido. Un sueño extraño me golpeó las puertas del descanso. No recuerdo bien, pero no fue una pesadilla esta vez; gente, humo, calor. No mucho más que eso mi cerebro pudo retener.



Dormí como hace años no conseguía. Me levanté a las 10 y encontré sobre la mesa ratona del living una nota que decía: “Acordate que vuelvo tarde. No te quise levantar porque parecías cansado. Después hablamos, te amo”.



Amar es otra cosa.



A la tarde de ese jueves expectante, volví a la playita a tomar un café. Otra vez Paulita.



Esta vez fue distinto. Estaba más linda que nunca, o yo estaba más vulnerable. Charlamos un rato y no se cómo, llegamos a arreglar para vernos esa misma noche, ya que Laura no estaba, en mi casa a las 20.



Terminé de tomar el café y sentía una sed saciada, la sed de venganza. Volví en la bicicleta a casa, seguí con la escritura de mi novela durante un rato, escuché música, me bañé y hablé con mi mujer por teléfono.



Volvió a recordarme que volvería muy tarde esa noche, me preguntó cómo estaba y sin mucho más que hablar, terminamos la conversación.



Si me estaba engañando, no sería la única que tuviese una buena noche aquel jueves.



A la hora pactada llegó Paulita. Con el perfume que llevaba puesto, me llenó el ascensor, el pasillo y el departamento, de un aroma femenino que me puso las hormonas de punta.



-Hola Gonza- dijo sonriente.

-Hola Pau, ¡qué linda estás!- contesté- Vení, pasá- le dije, mientras pensamientos bastante acosadores pasaban por mi cabeza.



Entró. Charlamos un rato, me contó de su vida, yo le conté de la mía, de la situación por la que estaba pasando y bastó con que dijera: “Qué boluda, no sabe lo que hace tu mujer”, para que yo dejara las copas de vino de lado y le comiera la boca de un beso que me devolvió aún con más fiereza.



Las ropas de ambos no tardaron en desaparecer. ¡Qué cuerpo que tiene esta mina, por dios! Me calentó tanto que casi lo digo en voz alta. Nos apareamos durante un par de horas, hasta que, el recibir un mensaje de texto, me hizo recordar que se empezaba a hacer tarde.



Nos bañamos juntos, le pedí disculpas por tener que despedirla, pero entendió que mi mujer podría llegar en cualquier momento. Una vez que se fue, abrí bien las ventanas para ventilar la lujuria y su perfume que habían quedado en la atmósfera y ordené el desastre que habíamos hecho.

Cuando terminé de dejar la casa en condiciones, agarré el teléfono para ver quién me había mandado el mensaje. Seguro que era Laura.



“Gonzalo, disculpáme pero no voy a poder tomar tu caso. Tuve un problema personal y me voy a tomar algunas semanas de descanso. Espero que puedas entender. Saludos, T.”



Caí desplomado en el sillón cuando vi el remitente, del cual yo había agendado su número luego de que le dijera “infierno” a mi mujer. Cuando me llamó para hablar acerca del caso, lo había hecho desde un número de línea.


La ira volvió a mí.

lunes, 13 de octubre de 2008

Milagro en el sommier - Capítulo III

Mantener la cordura me fue bastante difícil. Saber que una mujer le oculta algo a su pareja no debe ser fácil para ningún hombre y menos cuando hay pruebas que avalan las sospechas.


Me levanté esa mañana con el objetivo de mantener la calma para poder idear de qué manera debería proceder si quería descubrir lo que mi mujer estaba haciendo los martes por la noche.


Agarré la bicicleta y me fui hasta la playita de Vicente López. Vivíamos en Nuñez así que quedaba cerca, y el andar en bici e ir hasta ahí a pensar me relajaría un poco. Cuando llegué a uno de los bares que suelo frecuentar cuando necesito despejarme, me atendió Paulita, una de las camareras que siempre está con la sonrisa dibujada.


- ¡Gonzalo, volviste! Hace mucho que no venías por acá.

- Sí Pau, estuve ocupado y hoy necesitaba despejarme. ¿Cómo estás vos?

- Bien, un poco cansada de este laburo, pero bien. ¿Vos? ¿Qué tal tu mujer?


Ay Paulita, Paulita, siempre tan oportuna con sus preguntas…

Insinuante esta chica. Su metro setenta, sus ojos verdes y sus pelos negros deslumbraban a toda la clientela del lugar. Pero yo nunca me interesé demasiado; primero porque amo a mi mujer y segundo porque le llevo casi 15 años a la bella camarera. Pero se ve que mi habitual desinterés en su físico y la falta de piropos chatos, a los que tan acostumbrada estaba, le despertaron un desafío para conmigo.


Luego de su pregunta, miré el piso y antes de contestarle siguió:


-Uy, ¡perdón! ¿Pasó algo? Si preferís no hablar está todo bien.


Entre el “todo” y el “bien” se tomó el tiempo para apoyar su mano derecha en mi hombro izquierdo. Yo estaba sentado en una mesa afuera del local aprovechando el sol que calentaba la mañana.


- No, todo bien. Ahora prefiero no hablar de mi mujer- le contesté con un tono amable para que no se sienta despreciada.

- ¿Ristretto? – conocía mis hábitos.

- Dale, gracias.


Por primera vez en mi vida sentí que no me molestaría encerrarme en el baño con la joven, bella y provocadora camarera, arrancarle la ropa y tener sexo desenfrenado toda la mañana. Una lujuria furiosa me invadió las venas, que contenían ira y sed de venganza.


Me tomé el café, le pagué a Paulita y me levanté para irme. Antes de que llegará a decirle “chau” me dijo: “Tomá, acá tenés mi teléfono, cualquier cosa llamáme, ¿si?”.

Me dio un papelito con el celular, le agradecí, nos dimos un beso en la mejilla, casi en la unión con los labios y me fui.


Así como me lo dio, lo guardé en mi bolsillo. Agarré la bicicleta y me fui a algún lugar más solitario de la costa, para poder sentarme tranquilo a pensar. La camarera, sus tetas y sus dos hermanas, me habían distraído.


Me tiré en el pasto a mirar el cielo. El día estaba espectacular, ni una nube. Cerré los ojos y empecé a ordenar las ideas en mi cabeza.


Lo que despertó mis sospechas fueron las llegadas tarde de los martes. A eso se le sumó un llamado, al que mi mujer respondió con un tono poco habitual en ella. Después, el speech de la cena con las amigas y el mensaje de texto de T. Todo esto, descontando que la vez que fue con el compañero de trabajo hasta Av. De Mayo y se despidió, no se volvió a juntar a los cinco minutos, porque cuando yo los vi saludarse me fui a mi casa.


Me di cuenta de que, para averiguar adónde se dirigía los martes tenía dos opciones: volver a seguirla pero esta vez no irme antes de tiempo, o, contratar a alguien para que haga ese trabajo y así no correr riesgos de que me vea.


Opté por la segunda opción, no quería fallar.

Con un seudo- plan ya ideado, pedaleé de regreso a casa. No se por qué, pero estaba más tranquilo, descansado, como si el haber encontrado de qué manera proceder me hubiese sacado un peso de encima.



Vacié mis bolsillos antes de sacarme la ropa para darme una ducha. Una de las pocas cosas que llevaba encima era el papelito con el teléfono de la camarera, lo guardé en la billetera y me fui a bañar.


Una vez duchado, decidí prepararme algo de comer; algo liviano, una ensalada. Para cuando terminé con el almuerzo ya eran las 2 de la tarde. El tiempo hasta que Laura volviera de su trabajo me sobraba. Busqué en la guía telefónica teléfonos de detectives/investigadores y no encontré nada. Me sentía un boludo protagonizando una película ochentona de Hollywood; bastante humillante fue ese momento.

Sin éxito con el papel, me volqué a Internet.


Recorrí varias páginas de chantas que ofrecían sus servicios. Los links más comunes eran: infidelidades, estafas, demandas, y otros rubros que no vale la pena mencionar. Más de una hora pasé viendo la enorme cantidad de oferentes que había en la web, hasta que di con uno que me pareció el más serio.


Tenía el teléfono en el sitio. Tomé el inalámbrico y marqué su número. “Por favor, deje su nombre y número de teléfono y yo me comunicaré con usted”, ese era el mensaje del contestador que me atendió cuando llamé a este hombre, cuya identidad no estaba revelada en su página de Internet.


Dejé los datos que el investigador solicitaba y corté. Apenas dejé el teléfono en la base donde carga su batería, sonó.


Atendí.


-¡Hola amor!- nada de investigador, era la perra.

- Hola Lau, ¿cómo estás?- pregunté ocultando la falsedad con la que mis palabras salían de mi boca.

- Bien, escuchame, te hablo rápido porque tengo que salir. Mañana me vuelvo a juntar con las chicas, porque Pilar se va por un tiempo y la vamos a despedir – ya me olía todo mal.

- ¿En serio? Mirá vos, y ¿a dónde se va? ¿Qué va a hacer con la hija? – indagué “sorprendido”.

- Se la lleva con ella; se va a Sán Nicolás a ver a la mamá nos días, pero nos tiene que explicar unas cosas de la oficina que deja pendientes.

- ¿Y no les puede explicar en el horario laboral? – ahí me salió el posesivo de adentro y la ira volvió por un momento, pero nunca le levanté el tono para que no sospechara nada.

- No gordo, no tenemos tiempo, perdonáme. Hoy podemos salir si querés- me ofreció como para consolarme.

- No Lau gracias, pero tengo mucho que escribir, sino no voy a terminar jamás la novela. Todo bien- le respondí.

- Bueno, te veo a las 7 cuando vuelvo a casa- me dijo. Ella llegaba a esa hora todos los días, salvo las excepciones que ustedes ya conocen.

-Ok, te espero. Besos.

-Beso, chau.


No hubo ni “te amos” ni “te quieros” esta vez.


Al investigador le había dejado en el contestador automático el número de mi celular, por supuesto. Un rato antes de que llegue Laura a casa, mi teléfono sonó.


-Hola Gonzalo- una voz ronca bien masculina me saludó.

-Si- solo eso me limité a contestar.

-Buenas tardes, mi nombre es Mike y recibí su mensaje. Lo escucho.- sin vueltas el tipo, eso me gustó.


Le comenté de qué se trataba el asunto y de las sospechas que yo tenía y me dijo que era un caso habitual para él y que no tendría ningún problema en tomarlo.

Le expliqué que mi mujer tenía planeada otra reunión para mañana y aceptó empezar a seguirla ese mismo día. Me pidió la dirección de su trabajo y una foto para reconocerla.

Le mandé un correo electrónico con todos esos datos y quedó en que me llamaba el viernes con novedades. El día de la “reunión” por la ida de Pilar era el jueves.

domingo, 5 de octubre de 2008

Milagro en el sommier - Capítulo II


La mesa sin ella se sentía incompleta. Bajo la luz amarilla del comedor solo estábamos el plato con la milanesa semi fría, la copa que alojaba un vino medio pelo y yo, intentando olvidarme de todas esas estupideces y tratando de recuperar la confianza en mi esposa, que, hasta donde yo sabía, nunca me había engañado.


Eran ya las 23 de ese mismo martes cuando apagué el velador, dejé sobre la mesita de luz el libro de Saramago que estaba leyendo y decidí intentar dormir. Me costó, pero me encontré con el descanso luego de un rato.


Dormía tan profundo que ni la sentí cuando llegó y se acostó a mi lado. Tal fue la conciliación con la almohada, que tuve un sueño. Mejor dicho, recuerdo la pesadilla de aquella noche.


Había tres hombres y dos mujeres. Los cinco me señalaban y se reían. Yo estaba agachado, encogido contra un rincón de una habitación oscura, fría; desnudo, llorando y con miedo a que sus diabólicas miradas me hicieran daño. Sus risas eran más bien carcajadas como la de los payasos malditos de las películas de terror de la década del 80, que hoy no le causan miedo a nadie.
El calvario terminó cuando una de las mujeres intentó agarrarme un brazo, el cual yo tenía sujetado al otro, sobre mis rodillas.


Transpirado y con el ritmo cardíaco acelerado, me desperté. Las agujas mostraban las 4 de la mañana y Laura ya estaba dormida.


Me levanté de la cama sin hacer ruido y fui al baño a mojarme el rostro e intentar tranquilizarme un poco. Las risas satánicas del sueño todavía me perturbaban, aunque no conocía a las personas que las emitían.


Fui hacia el comedor. Cuando estaba por salir al balcón a tomar un poco de aire, el celular de ella, que estaba sobre la mesa ratona, empezó a vibrar. Estaba silenciado.


Sin pensarlo, con un impulso que no pude controlar, tomé el aparato para que no haga ruido sobre la madera de la mesa. Lo abrí y vi que en la pantalla decía: “2 mensajes nuevos”.


En un segundo, supuse que no debería haber regresado hace mucho, porque sino, no le estarían mandando mensajes a esas horas de la madrugada.
Como segundo acto reflejo, oprimí la tecla leer. El mensaje que había sido recibido primero era de Pilar, una amiga de Lau, a quien yo conozco.


Pilar es madre soltera. Tuvo un hijo a los 22 años y su pareja de ese entonces y padre de la criatura, se borró. Una luchadora que siempre se destacó en su trabajo y a quien mi mujer admira mucho. Además, es una buena mina. Las veces que vino a casa a cenar o a tomar el té, demostró ser una gran compañera de mi mujer, a la que siempre tiene en cuenta para todo.


“Lau, tenemos que repetir lo de hoy el martes que viene, fue espectacular. Te mando un beso, nos vemos mañana en la oficina”, divisé en la pantalla.


La tranquilidad visitó mi cuerpo. En ese momento tuve ganas de abrazar a mi mujer; de ir a la cama y hacerle el amor; de pedirle perdón, aunque ella no supiera de mis sospechas, por haber desconfiado de ella.
Hasta que vi el segundo mensaje.


Tenía como remitente un número que Laura no tenía entre sus contactos.
“Nena, sos un infierno, espero volver a encontrarte en la próxima reunión. Besos, T”.


Quedé boquiabierto, sin saber cómo reaccionar. Eso ya no era de una mujer, supuse; y en una cena con amigas, a menos de que haya comido como un chancho, no habría motivos para que le digan “Nena, sos un infierno”. La ira me invadió, pero supe que debía controlarme.


Para que no se diese cuenta de que yo los había leído, los borré; así, ella diría que no los había recibido. De lo contrario, tendría que encararme, cosa que no creí que haría.


Antes de borrarlos, agendé en mi teléfono el número de T.


Volví a la cama con la misma cautela con la que hice todos los movimientos anteriores para no despertarla. Después de lo que había pasado no pude volver a dormirme en toda la noche. En ese momento ya no quería hacerle el amor; la quería violar, pegarle y quién sabe sino matarla.


Cuando se levantó para empezar su día e irse a trabajar, me hice el dormido. No quería saber nada hasta que se fuera y yo pudiese empezar a pensar en lo que había ocurrido hace algunas horas. El beso que me dio en la mejilla al irse, mientras yo dormía, me generó una repulsión que no conocía. Algo que nunca pensé que iba a sentir al recibir una demostración de afecto de ella.


La desconfianza ya era real y yo estaba dispuesto a llegar hasta el fondo de todo el asunto.