Hace poco me di cuenta de algo. Por supuesto que fue un descubrimiento personal, nada absoluto, pero para mí significó todo un hallazgo emocional.
Cada vez que miro a la gente en la calle, la veo correr atrás de algo. Ese algo, ese nada. Todos corren tras alguna cosa, nadie sabe tras que corre. El exceso de información, la guerra marketinera que invade visualmente el hábitat natural de los transeúntes, el caos de la ciudad, la ambición, el poder, el egoísmo. Todo se transforma en un reloj que pasa los segundos cada vez más rápido, las horas, los días, los meses, los años, la vida.
Cuando me pongo a mirar las caras en la calle, las expresiones de la gente, mis sensaciones, las de mis pares, mis afectos, todo, se me ocurre pensar: ¿Qué es todo esto? ¿Es real? ¿Cómo funciona? Al fin y al cabo todo es un invento del hombre, ¿o no?
Hace poco me di cuenta de algo. Es todo mentira. Venimos a la vida a pasar el rato. Todo lo que hay en el mundo- exceptuando a la divina naturaleza, por supuesto – es un invento. Meros inventos de la comodidad, del deseo, de la globalización que tanto bien y tanto, pero tanto mal nos hace.
Ojalá la gente tuviese más tiempo para conocerse la una a la otra, para compartir, disfrutar, reír, llorar, sentir profundamente las verdaderas cosas de la vida, que ante tanto flujo de datos, información, mentiras e inventos, se pierde.