viernes, 31 de agosto de 2007

Pobre vieja (Capítulo I)

Solía vivir en Villa, Villa La Angostura. Me fui de ahí porque ella ya no estaba, y había vivido cosas tan fuertes en ese lugar, que, de darme paz pasó a ser un calvario. Villa solía ser para mí un paraíso, el lugar donde hubiese querido pasar el resto de mis días, imagínense lo fuerte que fue todo esto que me tuve que ir. Ya no había más placer, todo era Camila; que no estaba. Igual, no me fui lejos.

Bueno, pero volviendo al tema, antes de irme, una mañana iba caminando por la principal y sin darme cuenta me topé con una chica. La chica. Cami. Ella llevaba una guitarra al hombro y parecía algo perdida; tenía un rostro angelical, de esos que enamoran, labios finos, ojos marrones que encandilaban, unos rulos divinos y esa actitud que no dice nada, pero que al mismo tiempo te agarra y no te larga. Entienden, ¿no? Bueno, entonces la vi. Parada estaba ella, mirando a todos lados pero a ninguno, como buscando un destino incierto que la impulsase a seguirlo. La miré y me dije, “esta es la mía, no puedo creer lo que estoy viendo”. Me acerqué, cauteloso pero insinuante y empecé.

-Disculpame, te veo como perdida, ¿te puedo ayudar en algo?
Vale la pena aclarar que en el sur somos así, solidarios y
hospitalarios, así que no era ninguna sorpresa y yo no era ningún caradura.
Me miró, sonrió y dijo:
-Si, gracias. Acabo de llegar de Córdoba y no tengo adonde ir. Estoy buscando un hostel, barato, pero que no se caiga a pedazos. ¿Tenés idea de alguno?
Ese fue el momento en el que dije, esto se pone cada vez mejor. Hay un hostel al lado de casa y esta parece que se quiere quedar un tiempo. Me di cuenta de eso por la cantidad de bártulos que traía consigo. Entonces, rápidamente contesté:
-Diste con la persona indicada. Justo al lado de mi casa hay un hostel que parece cumplir con todos tus requerimientos. Conozco a los dueños, así que además capaz conseguimos que te hagan un descuento. ¿Qué te parece?
-Genial! Mil gracias- contestó mientras sonreía, con esa sonrisa única, inigualable, que solo ella tenía y que pudo enamorarme.
Me quedé tarado unos segundos y retomé la charla.
-Mirá, tengo que hacer unas cosas acá en el centro, que te parece si pones las cosas en el Jeep, me acompañas un toque
al banco y después te presento a los Sarlé, los dueños de “El trébol”, el hostel.


-¿En serio? ¿No tenés drama? ¡Sos un divino che! ¿Cómo te llamás?- para cuando termino de hablar, yo ya había pensado en casarme, tener pibes y vivir con ella toda la vida.
-Matías-le dije- ¿Vos?
-Camila-dijo sonriente.
-¿Hacemos así entonces?-pregunté.
-Si, dale, me salvaste porque no conozco a nadie -contestó con esa inocencia que tanto la caracterizaba.

Entonces arrancamos, todo caminando, primero me acompañó al banco, después a comprar unas cosas para casa y luego la invité a tomar un café a lo de la Gringa, donde voy siempre. La Gringa es finlandesa, pero vive en Villa hace más de 20 años, empezó fabricando cerveza y después abrió un bolichito con mucha onda, bien europeo, donde a veces tomo café y otras veces birra, la mejor del pueblo.

Mientras estábamos en el bar, le conté mi historia. Le conté que me había ido a vivir a Angostura hace 10 años porque me encantó el lugar. Había ido a esquiar por primera vez en 1987. Le dije también que vivía solo, que tenía en ese momento... a ver... 30, sí, cuando la conocí yo tenía 30.

Parlé de lo lindo, le dije que era crítico de cine y que laburaba free-lance, por internet, vía mail. También le dije que Villa era el lugar soñado, que siempre había querido vivir en un lugar así y que nada me sacaría de ahí. Me equivoqué.
Ella también me contaba, tenía 27, cantaba, era filósofa y había ido al sur en busca de lo mismo que yo, paz. No le importaba nada, y no tenía nada que perder, no se preocupaba si tenía que laburar de cualquier cosa, pero quería encontrar su lugar.

“Terminamos” de charlar y emprendimos camino hacia el hostel. Eran tipo las 6 de la tarde y le ofrecí presentarle a los Sarlé, le dije que descansara y que si quería, que más tarde me llamara para ir a cenar. Le di mi número, igual, yo vivía al lado del hostel así que le dije que podía tocarme la puerta. Ella agradeció y dijo que si lograba descansar y tenía fuerzas me avisaba.
Le presenté a los dueños de “El Trébol”. El lugar le encantó, y arreglamos para que le cobrasen 12 pesos la noche, una ganga; el precio para cualquiera era 20. Ella, chocha.

Se quedó y me fui a casa.